Nos dejamos de querer.
Lentamente. Sin avisar. La mañana de un lunes cualquiera.
Como los protagonistas de esa película que nunca se quisieron del todo. Como si hubiésemos sido una historia que desde el principio estaba condenada al fracaso.
Nos dejamos de querer mucho antes de dejarnos marchar. Abandonándonos a la suerte de cada uno. Compitiendo por ver quién se agarraba con más fuerza a la oscuridad de su alma.
No fue a la vez, eso hubiese dolido menos. Tú empezaste primero, haciéndome invisible a tus ojos y haciendo uso de tu libertad, y de la mía.
Obligándome a querernos por los dos mientras nuestros latidos perdían ritmo y se separaban cada vez más. Intentando querer a alguien que se esforzaba en recordarme que nuestras palpitaciones ya nunca sonarían en la misma frecuencia. Porque yo me estaba muriendo y tú ni siquiera te diste cuenta.
Intentaste querer la realidad que existía dentro de la fantasía de la que creías estar enamorado. Pero nunca pudiste hacerlo. Empezaste a dejar de quererme mucho antes de empezar si quiera a enamorarte.
Y un día me cansé. De intentar querer algo en lo que ni siquiera ya creía. De morir por dentro y seguir pintándome una sonrisa a la hora de verte. De engañarme y engañarte.
Ya no te quería. Hacía mucho que había dejado de hacerlo.
Quizá desde el mismo momento en el que me pregunté si lo hacía de verdad.
O desde aquel en el que me abandonaste al borde de la locura más absoluta.
Quizá desde siempre. O desde nunca.
Te dejé de querer.
Para siempre.
Como si realmente nunca te hubiese querido.